Hace poco más de un año, los residentes del edificio Kandinsky, una torre de lujo frente al mar pacífico del balneario de Concón, en la Región de Valparaíso, en Chile central, observaban cómo las cintas de peligro bloqueaban la entrada a su hogar. A los pies del edificio, un socavón profundo amenazaba con hacer colapsar su estructura, generando pánico e incertidumbre. Los vecinos, aún con cajas en carros de supermercado, desalojaban la infraestructura levantada sobre acumulaciones de arena, también llamadas campos dunares, a metros de donde rompen las olas.
Cuando la geógrafa chilena Carolina Martínez vio las imágenes aéreas del inmueble en riesgo de derrumbe que se viralizaron, sintió vergüenza. “¿Cómo el país, hasta la fecha, no había reaccionado ante este tipo de urbanización desbordada por la falta de una política pública?”, dice hoy.
Tras años estudiando la desaparición de las arenas en las costas chilenas, Martínez entiende que lo que antes era un fenómeno casi imperceptible, conocido como erosión costera, hoy representa una amenaza tangible. En las playas del litoral central de Chile, el impacto es innegable, y casos como el de Concón ilustran las razones detrás de esta problemática.
A principios de los 2000, Martínez recopilaba datos en terreno para documentar los cambios en bahías impactadas por la urbanización. En ese momento, pocos especialistas en su país estudiaban este fenómeno. Las herramientas disponibles eran escasas, y prevalecía la creencia de que los sedimentos de las playas, formados por partículas minerales provenientes de ríos y cuencas hidrográficas, bastaban para mantener su estabilidad. La erosión se descartaba como una amenaza natural significativa, en comparación con los tsunamis o las inundaciones, eventos frecuentes en el país. Martínez buscaba construir una base fundamental que con el tiempo sería validada con imágenes satelitales de alta resolución y softwares especializados para identificar los factores de cambio que incidían en el retroceso de las playas.
Hoy, con un doctorado en geomorfología dinámica y como directora del Centro UC Observatorio de la Costa —una iniciativa científica coordinada por el Instituto de Geografía de la UC—, Martínez lidera investigaciones clave en Chile. Un catastro de 80 playas bajo su dirección revela un panorama alarmante: desde 2015, en algunas de las bahías más urbanizadas de la zona central del país, la erosión costera se ha duplicado cada dos años.
“Las playas están desapareciendo”, advierte, “a una velocidad extremadamente agresiva para la naturaleza de las playas chilenas”.
Los cambios abruptos en períodos cortos también han llamado la atención de Idania Briceño, académica de la Universidad Mayor, geógrafa, magíster en teledetección y a poco de acabar su doctorado en ingeniería geomática. Para la venezolana, si antes estos fenómenos se percibían como algo estacional, principalmente en invierno, hoy los procesos erosivos están presentes todo el año. Briceño ha coescrito publicaciones con Martínez, proveyendo datos mediante técnicas de teledetección y modelamiento del clima del oleaje al catastro del Centro UC Observatorio de la Costa. Ambas académicas colaboran en otros proyectos también. Martínez es investigadora en el proyecto MONCOSTA, una red nacional de monitoreo de la costa chilena, liderada por Briceño, que estudia su erosión y dinámica mediante ciencia ciudadana, tecnología y teledetección.
Si los sedimentos que alimentan las playas provienen de ríos y rocas de la Cordillera de los Andes, ambas expertas coinciden en que estas fuentes han sido alteradas drásticamente por la variabilidad climática, el cambio climático y la acción humana.
Entre los factores naturales se encuentran los terremotos, la sequía extrema, las marejadas y el aumento del nivel del mar. Sin embargo, Briceño señala que es la intervención humana la que actúa como la “exacerbadora” de todos estos problemas. Actividades como la minería, la agricultura intensiva, la deforestación y, especialmente, la urbanización interrumpen el flujo de sedimentos. “La salud de la playa no depende únicamente de las olas que la alcanzan, sino de una serie de condiciones que operan tanto a nivel de cuencas hidrográficas como en procesos del Océano Pacífico. La playa no es solo ese pequeño espacio que vemos frente a nosotros; es el resultado de un sistema complejo que necesita ser comprendido y valorado”, explica Martínez.
La vulnerabilidad de las playas
En Chile, la urbanización ha transformado caletas de pescadores en bahías repletas de segundas residencias. En el balneario de Algarrobo, a 97 kilómetros de Concón, el turismo ha desplazado a la población local y alterado el ecosistema costero.
“Muchos edificios están literalmente dentro del intermareal y no permiten que las playas se recuperen según los pulsos naturales de sedimentos”, explica Martínez. Según Briceño, cuando alguien se establece en estas áreas, el Estado termina llevando servicios básicos, ayudando al asentamiento. “Esto es un problema integral. La gente no magnifica ni entiende la situación de riesgo en la que se encuentran frente a inundaciones, terremotos y tsunamis”, añade. Para la geógrafa, las costas no solo sostienen ecosistemas, sino también economías locales, lo que incentiva a las personas a permanecer en estos lugares pese a los riesgos.
La falta de regulación agrava el problema. El Código Civil chileno entiende por playa “la extensión de tierra que las olas bañan y desocupan alternativamente hasta donde llegan en las más altas mareas”. Esto, de acuerdo a Martínez, permite que la propiedad privada se extienda hasta la línea de más alta marea, conocida en Chile como línea de playa, facilitando construcciones en áreas críticas para la estabilidad del ecosistema. “No hay una política pública robusta ni normativas que regulen el uso del suelo en estos espacios”, señala Martínez. Esto, para ella, ha convertido a las playas en zonas vulnerables y desprotegidas.
El problema de la erosión costera no es exclusivo de Chile; es un fenómeno global. Briceño explica que en muchos casos, incluso, la instalación de infraestructura –como muelles o espigones– genera impactos que se extienden kilómetros más allá del lugar donde fueron construidos. Sin embargo, las características geográficas del país lo agravan. La relación entre la costa y las cuencas hidrográficas, sumada a la actividad tectónica constante, intensifica el impacto de desastres naturales. Marcos Moreno, profesor de Ingeniería en la Universidad Católica, explica que el litoral central de Chile está descendiendo 1.5 centímetros al año.
Si bien cambio climático también actúa como catalizador, insiste Martínez, el deterioro de las costas es en un 90% responsabilidad humana. “El cambio climático no habría afectado tan drásticamente si no hubiéramos degradado estos ecosistemas hasta dejarlos sin capacidad de reacción”, advierte. Las playas, que deberían ser la primera línea de defensa frente a impactos costeros, han perdido su función amortiguadora.
Chile cuenta desde 1994 con una Política Nacional de Uso del Borde Costero, pero esta normativa ha sido, para los expertos, insuficiente. “La costa chilena no es simplemente un ‘borde’, sino una zona crucial para la biodiversidad y el bienestar de las comunidades”, afirma Martínez. Para ella, la demora en la propuesta de una Ley de Costas refleja la falta de acción estatal. Esta ley buscaría proteger los ecosistemas marinos y costeros, estableciendo su cuidado como un deber del Estado.
A pesar de los obstáculos, iniciativas locales y académicas trabajan para mitigar los efectos de la erosión. En 2022, Martínez creó un diploma para formar gestores costeros. Este año, quince personas, entre capitanes de puerto, profesionales y concejales, egresaron del programa. “La diversidad de perfiles fortalece la toma de decisiones”, destaca.
Una de sus egresadas es Claudia Aracena, psicóloga comunitaria y vocera del Comité Ambiental Comunal (CAC) de El Tabo, un balneario ubicado a 12 kilómetros de Algarrobo. Este grupo, reconocido oficialmente por su municipio, se ha convertido en un modelo exitoso de organización ciudadana para la protección ambiental, trabajando activamente en la defensa de la costa de El Tabo contra la erosión.
Aracena vive en una casa de dos pisos, situada a casi siete metros de altura frente a la costa. Desde allí dice observar con devoción el impacto de las olas.
“Cuando convives de cerca con la naturaleza, desarrollas una conexión especial”, explica. “Yo sé a qué hora necesitan alimentarse las aves, cuándo se acercan a la orilla o cuándo llegan las que migran desde el norte de Alaska”. Esta conexión la ha hecho consciente de los desafíos ambientales del lugar donde vive, donde la población fija, que según el último censo ronda entre 14 mil y 15 mil habitantes, se multiplica en temporadas altas hasta alcanzar, según ella, las 45 mil personas.
“El impacto es tremendo”, señala. Desde su casa frente al mar, Aracena observa cómo la basura se acumula y cómo las playas no aptas para el baño son invadidas por turistas en temporada alta. “La gente usa la playa como si fuera un parque urbano de cemento, sin ningún cuidado por el entorno”, lamenta.
Otro ejemplo de activismo ciudadano es la Fundación de Integración del Patrimonio Natural (FIPaNCu), con sede en la Región de Valparaíso. Esta organización nació de un grupo de amigos, en su mayoría estudiantes de biología marina de la Facultad de Ciencias del Mar de la Universidad de Valparaíso, unidos por el interés de contribuir a una educación ambiental más local y que conectara a las personas con su entorno. Esteban Araya, uno de los directores de la fundación, explica que su cruzada actual es la defensa de los humedales costeros. “Son esenciales para el ciclo de las playas”, enfatiza.
No obstante, Araya subraya que los esfuerzos locales no bastan sin una legislación que coordine responsabilidades. “Combatir la erosión no es solo poner más arena en la playa; hace falta normativa”, señala. Organizaciones como la suya, el CAC de El Tabo, y el Centro UC Observatorio de la Costa han aportado con evidencia científica y testimonios al Congreso para impulsar la Ley de Costas.
Araya dice: “Mientras la gente siga pensando en la costa como algo pequeño y reducido, seguiremos con una visión limitada. Tenemos que entender que la zona costera es mucho más que eso”.
“Este artículo fue producido con el apoyo de Agencia de Noticias InnContext”.