Era sábado. Volvía de México a Buenos Aires. Ni bien saqué el modo avión del celular en la escala de Santiago de Chile, vi el chat de la comisión directiva del GDFE (Grupo de Fundaciones y Empresas) muy activo. El intercambio comenzó a raíz de una publicación que había dado a conocer que solo dos de cada 10 jóvenes podría mencionar el nombre de una ONG.
Yo acababa de asistir al XVII Encuentro Iberoamericano de la Sociedad Civil, un movimiento que desde 1992 busca fortalecer a las ONG en toda Iberoamérica. Durante tres días en Ciudad de México discutimos con más de 400 personas de organizaciones civiles, activistas, fundaciones, y organismos internacionales, provenientes de 12 países, “cómo elaborar propuestas para atender problemas comunes y urgentes”.
Es tan relevante fortalecer a las organizaciones sin fines de lucro como reconocer, al mismo tiempo, que se trata de una agenda que si no se encuentra olvidada, ha perdido toda prioridad. ¿Será por eso que los jóvenes ya no las identifican? ¿O es que las nuevas generaciones se comprometen más con causas que con instituciones?
A veces se dice que las ONG no saben comunicar, que les cuesta dar a conocer sus misiones, movilizar recursos, incidir en políticas públicas, colaborar entre sí e instituir infraestructuras organizacionales más potentes. Es verdad. También es verdad que el deterioro de las instituciones y la pérdida de confianza de la ciudadanía no elude siquiera a quienes son movidos por causas de bien público.
La población hace tiempo se retiró de los partidos políticos y los sindicatos. No confía en el gobierno ni en la justicia. Tampoco en legisladores, la Iglesia, los medios o en las ONG. Y sobre estas últimas, especialmente en Argentina, su confianza viene cayendo a paso veloz. Parece lejano pensar que fueron el bastión de resistencia en la crisis de 2001, cuando se clamaba al unísono “que se vayan todos”.
Ahora bien, si nos dejamos llevar por ese instinto de muerte, en donde ya no distinguimos justos de pecadores, y echamos a todos por la borda ¿cómo restituimos el tejido social devastado? Pensemos por un instante en cómo sería la calidad de nuestra democracia si resignamos la acción política a las fuerzas del mercado; o si la supeditamos exclusivamente al aparato del Estado.
¿Qué sería de nosotros, como sociedad, sin esas entidades que todos los días dan pelea a la injusticia y al sufrimiento, expresado en sus formas más diversas? ¿Qué sería de nosotros sin las asociaciones civiles, fundaciones y otras entidades sin fines de lucro como clubes, comedores comunitarios, centros culturales y organizaciones que luchan contra la pobreza, defienden los Derechos Humanos y sostienen causas como la seguridad alimentaria, el acceso a la educación y la salud, la inclusión, el empleo?
Es impresionante constatar que, en un mundo pendular, esquivo del centro y de la sensatez, la postergación de las organizaciones de la sociedad civil se da tanto en contextos de gobiernos más progresistas, como en gobiernos más liberales. Los marcos regulatorios, que deberían facilitar la vida a las ONG, se lo hacen más difícil. El sometimiento a burocracias gravosas, normativas que las ignoran e impuestos que las debilitan es una definición que podría aplicar casi a cualquier país de la región, aunque cabe aclarar que la restricción del espacio cívico y la persecución de activistas es mucho más grave en unos países que en otros.
Sin embargo, la degradación de la sociedad civil es una constante. Y necesitamos terminar de convencernos, antes de que sea tarde, de que más organizaciones sociales, más participación ciudadana, más compromiso propende a más desarrollo. Bernardo Toro, filósofo colombiano y referente de Fundación Avina, explica que la mayor de las pobrezas consiste en la “absoluta incapacidad de organizarse”. La acción política en el contexto de una sociedad madura es aquella que ni concentra el poder de modo paternalista ni lo disuelve esotéricamente. En todo caso, alienta a las personas a movilizarse libremente por causas que las interpelan.
Para sacar adelante a nuestras sociedades latinoamericanas heridas de desigualdad necesitamos de todas las fuerzas y todas las voces. Las empresas y la inversión social privada tienen un rol fundamental, los gobiernos como garantes del bien público encarnan una responsabilidad indelegable y la sociedad civil organizada es el termómetro del equilibrio democrático.
La sociedad civil alienta el desarrollo genuino de quienes ponen sus dones al servicio de un bien mayor que el de sí mismos, ejerce el contrapeso institucional para una mayor transparencia y expresa el pluralismo de personas cuyas voces difícilmente encuentran eco en la arena pública. Menos sociedad civil organizada, por el contrario, hace más ancho el camino para la irrupción de líderes autocráticos o disolutores de lo público.
Ante este panorama, desde hace más de 30 años un grupo de referentes de la sociedad civil en sus países expandieron las fronteras y abrazaron un proyecto iberoamericano que es motivo de esperanza. Estos líderes, que han constituido además una verdadera amistad fraterna en el transcurso de las décadas que vienen caminando juntos, señalan el camino en el que la filantropía, el fomento de la inversión social y las redes comunitarias constituyen la mejor estrategia para fortalecer las raíces democráticas.
Haber participado del Encuentro Iberoamericano de la Sociedad Civil 2024, organizado por el Centro Mexicano para la Filantropía (Cemefi) representó para mí un testimonio de coraje y perseverancia, la convicción de que necesitamos más y mejores organizaciones de la sociedad civil y que es tarea de todos apoyarlas.
*Javier García Moritán es Director Ejecutivo en Grupo de Fundaciones y Empresas (GDFE)