Durante la década del sesenta, la ciudad de Rosario, Argentina, se convirtió en el hogar de distintas comunidades originarias, principalmente Qom. Las familias provenientes del monte de la provincia de Chaco dejaron atrás su tierra en busca de mejores condiciones laborales y de mejor atención en salud.
Muchas de estas personas migrantes no habían podido asistir a la escuela, ya que tuvieron que conseguir empleo a temprana edad. Además, no hablaban castellano.
Como respuesta organizada a las precarias condiciones de vida que encontraron al llegar a la ciudad santafesina, a través del tiempo, la comunidad Qom se organizó para hacer efectivos sus derechos en materia de salud, educación y trabajo. Así, surgieron en la zona oeste de Rosario las escuelas bilingües, los centros de salud interculturales y otras experiencias que permitieron la integración de las comunidades originarias a una sociedad que en principio les había dado la espalda. Décadas de trabajo organizado y de insistencia lograron que los hijos y nietos de las primeras familias que llegaron a la ciudad desde el monte chaqueño hoy cuenten con la posibilidad de estudiar y soñar con un futuro mejor.
Según el último Censo de Pueblos Originarios, realizado en la ciudad de Rosario, en el 2014 en este núcleo urbano vivían alrededor de 6.000 personas pertenecientes a comunidades indígenas. Actualmente las estimaciones de la directora de Pueblos Originarios de la Municipalidad, Marcela Valdata indican que la población promedia los 8.000 habitantes.
Javier Cabrera es profesor bilingüe en una de las escuelas del barrio, asesor pedagógico en el equipo de la Dirección de la Modalidad Educación Intercultural Bilingüe de la provincia de Santa Fe y además integra el Consejo Educativo Autónomo de los Pueblos Indígenas (CEAPI). El educador recuerda que en la década del sesenta las comunidades de pueblos originarios aún no eran reconocidas como tales sino que se los referenciaba como “los chaqueños”, ya que al preguntarles por su origen decían que provenían del Chaco. Las primeras familias que llegaron a la ciudad se instalaron en barrio Cerrito y en villa Banana, ambos en los márgenes de la zona oeste de la ciudad de Rosario.
En busca de una mejor calidad de vida
Ya en la década del ochenta, la migración de las comunidades indígenas a Rosario creció. En esa época, precisamente en 1985, llegó Ruperta Pérez, con 27 años. Rápidamente, ella se convirtió en referente ya que era de las pocas que podía hablar con fluidez la lengua originaria y el castellano. Ella era la intermediaria entre la comunidad y las personas que no pertenecían a la misma.
También en esos años, llegó Roberto Arce. Él vino desde Quitilipi, un paraje chaqueño, para trabajar en el rubro de la construcción y se asentó en la zona del barrio Empalme Graneros.
Según Roberto, el hambre en las comunidades indígenas en el Chaco era corriente y a eso se sumó una catástrofe natural. El referente de la comunidad cuenta que en esa época hubo una gran inundación que destruyó principalmente las plantaciones de algodón y hortalizas, lo cual hizo que la subsistencia sea mucho más difícil. Esto llevó a las familias a comenzar a buscar la salida a través de las rutas y así fue como llegaron a la estación de trenes en busca de un futuro más prominente. Roberto recuerda que en ese momento el hambre era tan grande que en las estaciones intermedias del viaje a Rosario, las personas bajaban para vender sus artesanías y con lo obtenido compraban alimentos.
“En ese entonces, la gente comentaba que había trabajo en Rosario. Muchos vinieron en trenes de carga, como animales”, relata Javier Cabrera, cuyos padres llegaron en uno de esos trenes.
La creación del barrio Toba
Si bien durante esos años se podía conseguir empleo en Rosario, las condiciones de vida de la comunidad Qom eran precarias. “No teníamos agua ni teníamos casa. Yo vivía en una casita de nylon que se rompía cada tanto por el sol y las heladas”, relata Ruperta y agrega: “no la pasamos nada bien”. Por su parte Roberto cuenta que su casa consistía en tres chapas superpuestas que lo protegían de la intemperie.
“La migración fue tan grande que por semana llegaban alrededor de 50 familias. Ellos se iban instalando al costado de las vías en ranchos improvisados cerca del lugar donde los dejaba el ferrocarril”, indica Cabrera.
Esta situación fue llamando la atención de la sociedad y de la clase política. Algunos concejales de la ciudad se acercaron a la comunidad y les plantearon la posibilidad de gestionar terrenos y viviendas que les posibilitaran mejores condiciones de vida. Así fue como se comenzó a formar el actual barrio Toba. Una de las que encabezó el proyecto fue Ruperta Pérez. La mujer recuerda que fue “un largo caminar” de trámites burocráticos que duró alrededor de tres años hasta que finalmente se concretó. Según comenta Ruperta, les cedieron terrenos lindantes a las vías del ferrocarril que eran del Estado Nacional. Al mismo tiempo, la Municipalidad de Rosario, junto al Banco Mundial, facilitó el financiamiento para la construcción de las viviendas.
De la creación de la escuela bilingüe a la inclusión laboral
Una vez resuelto el tema de las viviendas, el siguiente paso fue velar por la educación de niños y niñas de la comunidad. “A los chicos los rechazaban en las escuelas porque decían que traían enfermedades como la tuberculosis y la pediculosis. Los discriminaban porque no entendían el castellano”, cuenta Cabrera. Y recuerda que en ese momento se empezó a pensar en la educación intercultural bilingüe.
A principios de los noventa y en paralelo a estas situaciones de rechazo que sufrían los miembros de comunidades originarias en la ciudad, se empezó a gestar la Organización de Comunidades Aborígenes de Santa Fe (OCASTAFE), que fue un actor clave para conseguir la ley 11.078 que entre otras cosas estableció que no se podía negar la salud ni la educación a las personas de pueblos originarios.
Después de años de lucha, en 1994 se inauguró la Escuela Bilingüe N° 1.333 “Nueva Esperanza”, ubicada en el corazón del barrio Toba. Uno de los gestores de este hito fue Roberto Arce, quien junto a un Consejo de Ancianos de la comunidad fue tomando las decisiones para la apertura del establecimiento educativo.
Sobre el nombre del establecimiento educativo (el primero de este tipo en la provincia de Santa Fe), Javier Cabrera relata que tiene que ver con que muchos de los hombres y mujeres de la comunidad no habían podido estudiar, ya que desde niños trabajaban en la cosecha, y la nueva esperanza era para los niños. La intención era que ellos pudieran terminar la escuela primaria, la secundaria y hasta la universidad.
“La educación y el saber te liberan. Por eso les digo a los chicos que se preparen, que estudien”, sostiene Ruperta Pérez. Por su parte, Roberto Arce admite orgulloso que hay muchos jóvenes interesados por carreras docentes y asume el desafío de alentarlos a seguir estudiando.
Cuidar la identidad cultural
“La escuela rescata la lengua, la artesanía, la música, la danza, todo lo importante de nuestras comunidades. Buscamos que no se pierda nuestra identidad y cultura”, sostiene Javier Cabrera, que fue uno de los primeros maestros bilingües de la ciudad.
Por otro lado, Cabrera resalta la importancia de las narraciones orales, que era la manera que tenían de enseñar los ancianos de la comunidad. “Hablamos de relatos y no de leyendas. El relato es el modelo que a nosotros se nos dio para que podamos enseñar la lengua y la cosmovisión de nuestro pueblo”, expresa el docente y recuerda la importancia de la enseñanza a través del círculo que formaba la comunidad ancestralmente para escuchar a los ancianos alrededor de un fogón.
Esa misma dinámica del círculo es la que se busca replicar en la lógica institucional e interpersonal en cada una de las escuelas bilingües de Rosario. Hoy la comunidad cuenta con tres escuelas primarias y una secundaria.
En este sentido, Cabrera manifiesta que el círculo para ellos es sagrado porque permite la interacción cara a cara entre varias personas, todas con la posibilidad de mirarse a los ojos. Por eso la lógica circular se utiliza en diversas instancias de la dinámica escolar como la formación en el patio, que difiere de la lógica de uno detrás de otro.
“Mi sueño es que haya más docentes interculturales que puedan enseñar la lengua materna, que los chicos reciban la enseñanza y vengan con alegría a la escuela”, expresa Arce. Él quiere que los niños continúen sus estudios, cumplan sus sueños y tengan una profesión. A su vez, anhela que la comunidad esté plenamente integrada a la sociedad más allá del idioma y las costumbres diferentes. “Se que un día va a llegar el momento en que vamos a entendernos todos”, concluye.